terça-feira, fevereiro 14, 2006


EUROPA, EUROPA

Por Camilo Nogueira

EL PAÍS - Opinión - 14-02-2005

La identidad europea contemporánea es inseparable del proceso de formación de los Estados, marcado por las hostilidades que se sucedieron desde el fin del Medievo con la Guerra de los Cien Años y el Cisma de Occidente hasta la caída de los Imperios y los trágicos problemas políticos y las guerras mundiales del siglo XX. Establecidos básicamente a través de las guerras, los Estados no fueron producto de la necesidad como pretende una ideología aún viva. Salvo Portugal, ninguno de los Veinticinco de la Unión tenía su actual forma territorial europea al principio del siglo XVI; sólo cuatro eran Estados en el momento de la Revolución Francesa. Con los Habsburgo, los reinos hispánicos peninsulares estuvieron integrados durante largos periodos en la misma corona con la totalidad o parte de los territorios de Estados de la UE: Italia, Alemania, Austria, Holanda, Bélgica, Portugal; de la misma Francia. Pero esa identidad no se reduce a la formación contingente de los Estados. Comprende también momentos, como el Renacimiento y la Reforma, la Ilustración y la Revolución Francesa o las luchas socialistas y las conquistas sociales del siglo XX, en los que tomaron cuerpo el pensamiento político y filosófico y las organizaciones e instituciones que, formando parte de la identidad de Europa y estando ligadas al proceso conflictivo de la formación de los Estados, tienen un valor universal. Ahora la Unión Europea abre una nueva época. Por su transcendencia institucional y política, sitúa este momento a la altura de acontecimientos como la Reforma o la Revolución Francesa. Dándole un giro radical a la historia y la identidad europea, tiende a superar las fronteras que constituían la realidad y el símbolo de la soberanía absoluta de los Estados. Establece un espacio institucional y político incompatible con la soberanía absoluta, transformándola en compartida. Asume la construcción siempre inacabada de los valores de la libertad, la fraternidad y la igualdad, y no identifica la democracia y la igualdad internas con la exclusión de la diversidad cultural y nacional y con la ideología centralizadora y uniformizadora de los Estados. Por su poder económico, científico, tecnológico y por sus tradiciones sociales, puede instrumentar una sociedad abierta al mundo, especialmente capaz de arrostrar la globalización económica sin someterse a las suicidas políticas ultraliberales. Siendo ya la principal economía mundial, puede ser una potencia política internacional, fundamentada en los principios del respeto mutuo, el diálogo, la paz y la solidaridad, en el marco de la ONU, lejos ya de las tentaciones colonizadoras e imperialistas que definieron su historia. Lo anuncian su omportamiento en el Protocolo de Kioto, en el Tribunal Penal Internacional, en las negociaciones para combatir la pobreza y en la búsqueda de acuerdos para una desnuclearización generalizada. Puede apoyar procesos semejantes en otros continentes, como en Latinoamérica, y al mismo tiempo ayudar a la consolidación de Estados soberanos necesitados de establecer un poder democrático, participando justamente en la mundialización. La Unión cambia, además, la lógica de las relaciones políticas europeas, ya no explicables en los términos del enfrentamiento entre la URSS y los EE UU, y comienza a constituir uno de los polos de referencia superadores de la división de la guerra fría y de la hegemonía unilateral de los EE UU. Pero el futuro de la Unión es aún incierto. Ni está predeterminado, ni su desarrollo se puede dejar al azar de las circunstancias, "o seudónimo de Deus quando não quer assinar", según la feliz expresión de Lobo Antunes. Será la consecuencia de "un querer humano", como consideró Lucien Febvre las civilizaciones. En todo caso, como todos los acontecimientos trascendentes, necesitará de una larga y difícil maduración. La Reforma tuvo el contrapunto de la Contrarreforma y la Revolución Francesa, antes de condicionar el carácter de los acontecimientos de los dos últimos siglos, y fue sucedida en 1815 por la recuperación transitoria de las monarquías dinástico-religiosas, entre ellas la de Fernando VII. La construcción de la Unión Europea se enfrenta a dificultades objetivas extraordinarias. No se puede transformar mediante el simple voluntarismo una realidad de la magnitud de los Estados y sus fronteras. Se suman a ello las resistencias políticas de los Estados que, habiendo sido los protagonistas necesarios de la creación de la UE, constituyen también el principal obstáculo para su desarrollo. Reunidos en el Consejo o individualmente, se resisten a admitir las consecuencias de sus decisiones, dificultando la materialización de la dimensión común del proyecto europeo. Lo hacen especialmente frente a la
Comisión y, sobre todo, frente al Parlamento Europeo, pero también en la definición de políticas determinantes: el Reino Unido no asumiendo el euro y vetando el desarrollo de las políticas sociales comunes o encabezando a Estados, entre ellos el español con el anterior Gobierno, en la guerra de Irak, para condicionar la política internacional y de defensa de la UE a la voluntad del
Gobierno de EE UU, considerándolo como el aliado preferente. Incluso Estados favorables a la Europa política, como Alemania y Francia, pretenden reducir drásticamente, junto con el Reino Unido, Holanda, Suecia y Austria, el ya escaso Presupuesto de la UE, a pesar de que, con la ampliación a 27 Estados, serán 153 y no sólo 73 millones las personas objeto de la política de cohesión. Tampoco fueron favorables actitudes como las del Gobierno español de la pasada legislatura, fanfarroneando con el déficit cero frente a las dificultades presupuestarias de países, como Alemania, que a través de los Fondos Estructurales o de Cohesión enviaban a la Península las sumas que contribuían a hacer posible tal proeza. Aun así, y a pesar de las dificultades y resistencias, la Constitución avanza en el camino de la Europa política y no retrocede en la Europa social. Integra elementos de gran alcance para la estructuración política de la Unión: la Carta de Derechos Fundamentales, el incremento de la capacidad legislativa del Parlamento, la iniciativa legislativa popular. La definición de la UE como entidad jurídica, capacitándola para firmar acuerdos internacionales. La inclusión de "competencias para definir y aplicar una política exterior y de seguridad común". El Tratado Constitucional, manteniendo definiciones conservadoras de política económica, incorpora también afirmaciones institucionales y sociales avanzadas y no presenta ningún obstáculo para el incremento del nivel del Presupuesto ni para la instrumentación de políticas progresistas. El texto afirma la primacía de la Constitución y del Derecho de la Unión, en el ejercicio de sus competencias, sobre el Derecho de los Estados miembros, situando en su lugar los debates interesados y dogmáticos que, en nuestro caso, pretenden sacralizar la Constitución de 1978. Abre nuevas perspectivas para las naciones sin Estado y la ampliación interna, al definirse por la diversidad nacional y lingüística, aceptando de hecho el carácter plurinacional de los Estados, aunque por el interior de la Constitución discurre una corriente estatalista jacobina que impidió hasta ahora el reconocimiento del estatus de nación europea a Escocia, Gales, Galiza, Cataluña, Euskadi, Flandes o Bretaña, mientras integra
institucionalmente a Luxemburgo, Chipre, Malta, Eslovenia, Eslovaquia, Letonia Estonia (podría incorporar incluso a Andorra porque tiene un Estado). La Constitución de la UE no asegura "las Bendiciones de la Libertad para nosotros mismos y nuestra Posteridad", como proclama en la introducción de la Constitución de los EE UU de 1787, pero sin llegar a asegurarnos tanta felicidad, afirma en el primer párrafo de su Preámbulo: "Los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de derecho". Resultado de un compromiso, sin incorporar aportaciones más avanzadas del Parlamento Europeo, constituye un paso más en la consolidación política de la Unión. Cuando frente a la Convención se reclama, legítimamente, una Asamblea Constituyente, no se tiene en cuenta que su convocatoria sólo será posible cuando exista un espacio de poder y territorial indiscutido, lo que no es hoy el caso de la UE, donde determinados Estados podrían ignorar los resultados de la Asamblea, frustrando todo lo emprendido. La consolidación de la Unión con el desvanecimiento de las fronteras históricas y la creación de una ciudadanía europea constituyen el camino acertado y practicable para que un día se pueda elegir directamente un Parlamento que sobre lo ya andado escriba la Constitución de la Europa política y social, donde se afirme la unidad y se asuma toda la diversidad de los pueblos de Europa.

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